domingo, 28 de octubre de 2007

Echando el dolor de menos

Solo en estos momentos echaba de menos fumar. Ni en fiestas, ni saliendo de copas, ni después de una buena cena en un restaurante finolis. Podía incluso rodearse de fumadores, echando humo como chimeneas, y ni siquiera le temblaba un músculo. Pero por las noches, delante del portatil, releyendo lo que escribía, lo echaba de menos. Aspirar el humo, retenerlo en los pulmones y sacarlo por la boca, mientras sus ojos se clavaban en el procesador de texto, releyendo las palabras, comparándolas, buscando expresiones repetidas, o mejores adjetivos.

Nunca sería un escritor. Lo tenía claro. No tenía el talento, ni la paciencia para reescribir un mismo parrafo una y otra vez, hasta dejarlo perfecto. Mentiría si dijese que no le atraía una vida así, solo con las letras, pero no podía. Solo sabía reciclar, coger todo lo que había leído, visto, oído, y darle una vuelta de tuerca más, hacer lo que ya estaba echo, pero de otra forma. No era original, ni creativo. Pero era suyo. Suyo y de nadie más. Ya no.

Sus dedos se lanzaron de nuevo contra las teclas, con furia. Escupiendo cada frase, sin pausa. Nunca podría ser escritor. Para él, escribir era casi un trance. Sacar fuera lo que llevaba dentro. Aun recordaba la cara de Carolina, en bata, a las cinco de la mañana, mirándole como lloraba desde el marco de la puerta. Las lágrimas rodaban por sus mejillas, sin que ninguna mano las detuviese. Estaban ocupadas, tecleando. Solo paró cuando ella se le acercó, y, acariciandole el pelo, con dulzura, le preguntó que pasaba.
-El relato... la niña... lo que le pasó a la pobre niña...
Había sido uno de sus relatos más dolorosos. Una niña, perdida en el centro comercial, terminaba siendo secuestrada por un horrible psicopata. El final, en el que la niña era violada y asesinada, era cruel y sin sentido. Escribir cada una de esas frases le había dolido terriblemente.
-Si tanto te afecta... ¿Por qué lo escribes?
Él se aferró a ella como si fuese un tronco en medio del oceano. -Porque es lo que pasó.

Ella nunca pudo entenderle. No le hacía falta. Solo le quería, y le apoyaba a cada paso. Y le hacía feliz. Los años que pasaron juntos volaron, hasta el accidente. Hacía más de un año, del accidente. Apenas lo creía. Parecía una eternidad.

Su psicólogo le decía que estaba deprimido, que tenía que reconectar con su vida. Puede ser.
Ahora, escribir le constaba mucho, y lo que había sido una necesidad premiante, ahora apenas era un vicio olvidado, el cigarrillo anual en las bodas, y el bocadillo de jamón del marido de la vegetariana. Por eso esa noche escribía con una fuerza que casi podía confundirse con desesperación. Casi.

Porque no sentía nada. Nada en absoluto. No sentía dolor por la muerte de Carolina, ni tristeza, ni alegría, ni nada. Una vez puso el coche a más de 200 km por hora, y ni siquiera pestañeó. Quizás había muerto en el accidente. Estaba muerto, muerto por dentro. Solo que su cuerpo se seguía moviendo. Echaba de menos el pasado, cuando estaba vivo. Cuando sentía, reía y se desesperaba. Cuando sus emociones le llevaban a escribir como un poseso, durante horas, mientras ella le miraba, o veía la tele. Cuando algo de hoy, de ayer o de su niñez pedía a gritos ser expresado.

Echaba de menos el dolor. Porque sin él, no podía escribir.