domingo, 8 de junio de 2008

Perdido

Apenas podía oir la música del bar, ni ver a sus compañeros de trabajo pedir copas, después de la cena de empresa, ni sentir el roce de los desconocidos que le rodeaban. Ahora, en ese momento, solo estaba ella.

Bailaba pegado a él, dándole la espalda, sin que hubiese un centímetro de separación entre ellos. Apoyaba una mano en su cintura, que se movía sensualmente, acompasada, provocadora. Su otra mano reposaba en su vientre, apretándola contra su cuerpo. Su cara se perdía en la melena de ella, en aquel delicioso y escogido olor. Miró de soslayo su rostro, los labios ligeramente entreabiertos, la cabeza ligeramente echada hacia atrás, que se apoyaba en su hombro. Y aquel cuello, perfecto, con un par de lunares que lo salpicaban. Deseaba tanto besarlos
que se consumía por dentro.

Ahora sentía su piel, tersa y suave. Su mano había pasado al interior de la camiseta, no recordaba cuanto, y la movía por su vientre, paladeando cada sensación de sus manos con un hambre temible. Ella se inclinó un poco más contra él, levantando la barbilla. Movió la mano de la cintura, y le acarició con lentitud el cuello. Ella se movía para darle más facilidad a sus caricias, sin decir nada. Dios, que no le dijese nada. Que nada parase aquel momento.

A cada segundo se volvía más temerario. Ahora, su mano surcaba su cuerpo rayando límites que sabía que, si traspasaba, no podría volver atrás, a la seguridad de un compañerismo e inocente amistad. No podía importarle menos. Mandaría todo al infierno solo por poder tenerla, una noche. Sus dedos pasaron rozando el elastico de sus braguitas, colándose un poco por los pantalones vaqueros. Luego subieron, ansiosos, hasta llegar a rozar la parte inferior de su sujetador. Cerró los ojos, y cayó sobre su hombro, dejando que el olor de su pelo, el tacto de su hombro, todo, le embriaguase y le arrancase de la realidad. Estaba excitado, y ambos lo sabían. Estaban demasiado pegados, demasiado perdidos en sus propias sensaciones como para que ella no lo notase.

Y entonces, terminó. Se alejó un poco de ella, recordó quien era él, quien era ella, las consecuencias de lo que podría pasar allí, las miradas socarronas y estúpidas de sus compañeros, todo. La maldita realidad, que en su opinión podía haberse ido al infierno. Ella se dio la vuelta y le miró a los ojos. Sonreía. Sabía lo que había pasado y entendía que no era una buena idea. Su expresión era dulce, compasiva. Sabía que se estaba partiendo por dentro algo en él.

Él le dedico la sonrisa más triste del mundo. Era hora de que se reuniesen con sus compañeros, antes de que empezasen a murmurar.