domingo, 14 de septiembre de 2008

Veneno

Se dejó caer, más que sentarse, en el asiento del metro. No había mucha gente. Un par de chavales que debían cambiar de zona de bares, un tipo que tenía pinta de acabar de trabajar. Aun estaba un poco mareado, debido al vino de la cena mezclado con un par de copas. Y solo era la una. No estaba mal.

Les había dejado en el último bar, un lugar tranquilo en el que servían cocktails. A Eva le encantaban los mojitos, y solía salirse con la suya. Como esta noche, se dijo, con una sonrisa irónica en la boca. La cosa estaba clara desde hacía unas semanas. Tras su dolorosísima ruptura con el bombero, su última obsesión, Marcos el arquelogo, recién llegado de Perú, había sido el nuevo hombre de su vida. Lo normal. Hacía un par de años que eran amigos, y ya había pasado por varios dramas de diversas índoles. Estaba el ex profesor de su facultad, el nadador, un par de ligues, el bombero... la lista era larga.

Desde que se conocieron sabía lo que había. Se hicieron amigos, rápido. Era cariñosa, cada vez que le contaba algo parecía que no existiese nada más en el mundo que él, y, para que negarlo, estaba buena de narices. Así que empezaron a tomar cafés y hacerse confidencias, especialmente dle tipo íntimo. Pero esta vez, en vez de quedarse prendado de la chica guapa que le hacía caso, simplemente disfrutó de su compañía y puerta. Conocía el arquetípico. Mujer inteligente, que se definía como pasional o decidida cuando quería decir caprichosa, necesitada de atención y sabiendo exactamente como conseguirla. La típica mujer que se mete bajo tu piel y no la sacas ni arrancándotela.

Así que esta noche fueron a cenar los dos, el arqueologo y un par de amigas más a un restaurante de los que es más importante que te vean a la comida. Se había situado a su lado, para dejar la cabecera de la mesa al objeto de deseo. Ella, por supuesto, no había descuidado a su amigo ni su conversación. Era más entretenido ser el centro de atención de dos hombres que de uno, y dar un poco de celo al asunto tampoco estaba mal. Después el bar de jazz, donde él mismo había sacado a bailar a las dos compañeras de trabajo de Eva para dejarles solos, en los oscuros sofás. Algo más tarde, se excusó con ellas y se acercó para despedirse a la pareja. Los pilló cuando ella fingía saber leer las palmas de las manos, con el único propósito de tocarle, y bien en los ojos de él que ya estaba perdido. Atrapado en los ojos castaños más profundos que había en este planeta.

Cuando llegó, ella le pidió un poco que se quedase, poniendo voz de niña pequeña mimosa, pero tampoco luchó demasiado. Él, correctísimo, se levantó para estrecharle la mano y agradecerle que le hubiese invitado. Cuando lo hizo, tenía aquella sonrisa, entre agradecida y chulesca, del que sabía que, de los dos, él es el que iba a ganar esa noche.

Ya había tomado medidas a principios de semana. Aceptó dar un curso sobre la literatura durante el siglo de oro en Salamanca. 6 meses fuera del radar. Eva se llevaría una decepción, pero bastante liviana. Era mejor que tener que aguantar el ciclo de enamoramiento, cansancio y ruptura brutal. Luego, la persecución insistente del antiguo amante y el astío de ella, implacable. Fría como el hielo. Y luego, una temporada de verse casi a diario hasta que otro se cruzase en su camino. No, grecias. Que una cosa es dejarse querer un poco y otra que se pongan a jugar con tu alma. Pasaba. Dios, estaba muy borracho.

Sin embargo, aquellos ojos...

lunes, 8 de septiembre de 2008

Tenía que pintarlo

Miraba el lienzo con dureza, dejándo atrás el dibujo entero y centrándose en cada línea, en cada detalle. No estaba acabado. Aun no. Había retoques que hacer, un par de trazos que añadr, para darle al mar un poco más de profundidad. Pequeñas cosas, que es lo que hacía grande el conjunto.

Bueno, grande... no era un gran artista. Ni siquiera era un artista y lo sabía. Aquello no iba de eso. No pintaba para ganarse la vida, ni para exponer, ni para moverse por círculos de pintores y escritores frustrados. Ni siquiera colgaba sus obras en casa. Pintaba para él, para sacar de las entrañas cosas que a veces ni sabía que tenía dentro. Pintaba porque le gustaba. Porque tenía que hacerlo. Punto.

No es que no hubiese expuesto alguna vez, en una villa de un cierto tamaño como la suya no resultaba complicado. Pero lo había hecho sobre todo por presiones de su madre, y para impresionar a una compañera de la universidad, a ver si había suerte. No la hubo, pero fue una experiencia. Una que no deseaba repetir, gracias. Cuando uno cambia un hobby por un trabajo, la cosa pierde su gracia.

Así que pintaba para él, que le hacía más feliz. Enseñaba su trabajo a su novia, claro. Y ella le comprendía casi mejor de lo que se comprendía él mismo. Ese fin de semana había vuelto a Jerez, a ver a su familia, cuando la idea del cuadro había empezado a rondarle la cabeza. Es mejor dejarte solo, mi amor, que así lo sacas antes de dentro.

Y ahí estaba, cerca de terminar. Con el olor de los oleos inundando la salita, manchando el plástico a sus pies, colocado para conservar el suelo, su ropa, sus manos. Quedaba poco para esa pequeña tristeza que daba terminar una obra, de decir todo lo que tienes que decir y no poder añadir más. Todo acto creativo, imaginaba, tenía ese sabor final. Porque todo era lo mismo. Tener algo en tu cabeza, necesitar expresarlo, plasmarlo como sea, en un cortometraje, un libro o lo que más te guste, y luego mirarlo, terminado. Dejar atrás una parte de tí.

Sobre el lienzo, una figura casi de espaldas, oscura, sin estar claro si es un hombre o una mujer, miraba sentado en la arena un mar bravo y recio que avanzaba hacia la arena. Casi podía verse, sin estar dibujada, una leve sonrisa en la comisura de su boca. Solo faltaban unos detalles.

Hundió su pincel, que había aclarado hace rato, en la paleta, y se dispuso a dejar atrás aquel cuadro.